Consuelos de un inmigrante

A veces no sé quién soy, aunque recuerdo mi nombre. Entre un mar de gente, la misma música de Spotify en el carro, un tráfico que no es mío, un muchacho que veo por la calle comiendo mazapan y mucha más cotidianidad mexicana, me paseo por minutos redundantes de una vida que llevo desde hace casi cuatro años.

Entonces comienzo a pensar en mi origen, en un programa de radio a las 6:00 de la mañana mientras me acomodaba un suéter Champions que me quedaba grande, y que usaba hasta el mediodía porque, en ese entonces, donde vivía mi cuerpo creía que hacía frío. Recuerdo la ruta hacia el liceo, y después hacia otros rumbos, en otra ciudad.

Cuando llego allí, siento el miedo como si estuviera presente en este momento, la sensación de desesperanza en cada kilómetro recorrido mientras mi celular, y tal vez un poco de dinero, se empapaban de sudor, escondidos en estratégicas partes “antirrobo”.

Y si navego más para terminar de encontrarme, recuerdo mis Converse embarradas de quién sabe qué porquerías del Centro de una ciudad que se la pasaba pidiendo a gritos, junto al sonido de las cornetas, los ladrones, la basura y los vendedores ambulantes, que le rescataran de su inminente deterioro.

A ella no la rescataron, ni a la gente. Cada quien se rescató a sí mismo en otra parte que no es suya. Yo me rescaté, o eso quiero creer, y me puse en un loop que, cómo no, después de casi cuatro años se convirtió en monótono… Pero al menos, al menos, ya no tengo miedo.

Consuelos inservibles de un inmigrante, porque estar lejos de casa, jamás tendrá un consuelo…

Por: Melissa Pérez-Segnini

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