Mujeres machistas. ¿Cuántas veces no habremos escuchado eso de que “si no sabemos cocinar, ningún hombre nos querrá”, “te está dejando el tren”, “qué vas a hacer cuando te cases”? Te aseguro que innumerables, muchas veces del género femenino, y créanme, es más lacerante cuando las pronuncia una mujer.
¿No deberíamos atender el angustioso índice de mujeres que alimentan el machismo? No se puede entender esta enfermedad si se ve como algo espontáneo, surgido de la nada y sin razón aparente, atribuyéndole a un solo factor la responsabilidad absoluta cuando en realidad deberíamos preguntarnos en qué momento de esta trágica historia surgió, cómo se afianzó, y procurar su erradicación.
Qué fácil resulta repartir las culpas y eximirse por sentirse honrado y dárselas de aludido, cuando la verdad es que de una forma u otra contribuimos, si no reproduciendo, permitiendo que se perpetúen en el tiempo. Omisión, el peor de nuestros pecados.
Normalizando el machismo
“Las que lloran son las niñas”. Asumí que la sociedad había purgado la frase. Llevaba años sin escucharla, muchísimos, por eso retumbó intempestiva y violentamente en mi cabeza, como una centella taladrando la tierra con su eco perpetuo.
Escucharlo de la voz de un hombre hacia un niño que se sentía herido fue terrible, pero fue más horripilante aún ver a su madre, una mujer “estudiada”, profesional y “seria” limándose las uñas a su lado sin inmutarse.
¿Cómo reaccionar? Supongo que no importa cuántos libros haya leído, ni el grado de instrucción, todo carece de valor si las raíces de esa planta podrida son más profundas de lo que podemos imaginar.
Me jode tener que enseñarles a las mujeres machistas por qué las cosas deberían ser más equilibradas; que sí deberían molestarse cuando su esposo que no baila les reclama haber salido a la pista con un primo; que también tienen derecho a cansarse de vez en cuando; o que se puede criar a las niñas siendo orgullosas y a los niños enseñándoles que toda agresión es mala, y no eso de “a las niñas no se les pega”.
Ojalá entendieran que si un niño toma una muñeca no es homosexual y que las pequeñas con cabello corto son tan hermosas como las de larga melena.
¿Cómo les explico que por tomarse una cerveza y fumar un cigarrillo no se es “puta”, o que ese “marido que me represente” también podría pasar una escoba de vez en cuando sin hacerse menos macho?
Quizás algún día les sea posible procesar que lo mismo que un hombre, una mujer también puede ceder el asiento a un incapacitado/embarazada/anciano en el transporte público, y que eso de “velar por los hijos” aplica tanto al padre como la madre y que no se refiere exclusivamente a labores de mantenimiento y gastos.
Actitudes de mujeres machistas
Mujeres hay muchas, y nadie mejor que nosotras sabemos lo implacables que podemos ser. Las hay defensoras a ultranza de la moral y las buenas costumbres, las mismas que tienen hijos con hombres casados y apoyan a los “machitos” de la casa cuando tienen sus aventuras, así se tomen todos los días el café de la mañana con su esposa.
También las hay rebeldes, que hacen “lo que les da la gana”, pero que toleran los golpes y vejaciones porque les resultaba más cómodo depender de un hombre que les pague peluquería y manicura.
Muchas estudiaron, se creen independientes, se casan con un hombre amoroso y comprensivo, hasta que un día se enferman y sus esposos están muy cansados y hambrientos como para respetarlo, porque en todos los años de matrimonio los esperaron con el plato listo.
¿Cómo seguimos contribuyendo?
El machismo es más aterrador cuando es promovido por mujeres, y mientras no se reconozca y ataque asertivamente se llega al punto muerto en el que la sociedad se encuentra hoy: llena de mujeres molidas a golpes que se niegan a denunciar o lloran copiosamente por el amor encarcelado cuando alguien lo hace por ellas.
Estamos colmados de madres que acostumbraron a sus hijitos a tener los calzones planchados y presionan a sus yernas para que también lo hagan; rebosantes de señoras con voz chillona que vociferan normativas escrupulosas de cómo ser una mujer “correcta” (casi siempre subyugada a un hombre), repitiendo la cantaleta como urracas dopadas, pariendo y lanzando al mundo a potenciales verdugos destinados a ensanchar una estadística cruel.
Es una melodía triste y extinguirla es como intentar contener en un pañuelo la arena de todo un desierto. ¿Cómo haremos para que cada universo sea consonante y fluya con los demás en un espacio tan pequeño?
¿Cómo desmontar lo que creen nuestras madres, lo que están creyendo nuestros hijos, lo que creyeron nuestras abuelas, y antes que ellas nuestros antepasados?
No se trata de una lucha de poderes ni de género, sino de saber reconocer la cuota con la que cada cual contribuye en este caos. Asusta pensar en demoler ese aparataje, se ve tan inmenso que podría devorar al mundo con sus filosos dientes.
Somos la consecuencia de una consecuencia, un dominó infinito que nos dejó en la punta de la pieza que está próxima a caer. ¿En qué posición lo haremos?
Por: Alejandra Reyes Hernández