El ambiente en mi área de trabajo casi siempre era alegre. En esa inmensa sala de redacción, confluían distintas opiniones, muchos chistes, risas características que se escuchaban de extremo a extremo, uno que otro llanto. Allí, yo era muy feliz.
Pese al estrés que conllevaba lidiar con los humores de ciertos jefes, y la dinámica propia del Periodismo, puedo asegurar que todos mis compañeros, al igual que yo, la sentían como su segunda casa. Y ese hogar comenzó a deshacerse, allá por 2014.
Empezaban los tímidos pasos de lo que sería una desbandada: cada seis meses, alguien renunciaba, la mayoría porque emigraría de Venezuela.
Le tocó el turno a Andrea, una de las diseñadoras. Ella tenía una cajita de arena, de esas estilo zen o budistas, que podías utilizar con un rastrillo para hacer figuras cuando te atacaran los nervios o la procrastinación.
La cajita ya tenía su historia: quien la poseía, de alguna u otra forma terminaba por irse del país. Así, entonces, Andrea se la regaló a Moira, ilustradora de mis favoritas, y también diseñadora.
Eventualmente Moira decidió emigrar, y aunque en realidad solo teníamos una relación laboral, estoy segura que mutuamente nos tomamos mucho cariño y aprecio, en ese día a día de inventarnos cualquier tema para que ella lo enchulara con sus obras maestras.
Poco antes de irse, decidió heredarme la arena. “Quiero que tú también te vayas. Tú no combinas con este lugar”, me decía constantemente.
Para ser sincera, la acogí con felicidad porque me encantaba aquella cosa, me parecía hermosa para decorar, y útil, porque sí, me estresaba mucho en el trabajo al punto de, una vez, darme una taquicardia que terminó en el hospital (otra historia que contar…).
Sin embargo, no lo vi como mi pase directo a otras latitudes, aunque desde hacía tiempo yo quería irme y en 2014, uno de los peores años de la historia de Venezuela a mi parecer, ese deseo se acrecentó sobremanera.
A la par, mi roommate Katerin había estado de viaje por México. Ella sabe que no soy religiosa para nada, pero con cariño me trajo un llavero de la Guadalupe que compró en la Basílica de la Ciudad de México.
Y es que me imagino que ya sabes por dónde va la historia, pero igual te la voy a contar:
Cuando estaba definiendo para dónde irme a vivir, de primera opción figuraba Estados Unidos, pero esa posibilidad y lo que por mucho tiempo me ofrecieron como alternativa, nunca se concretó.
Conversaba, y todavía lo hago seguido, con mi tío Rafael, quien vivía en México desde hacía 20 años, y pese a que quizás en mi infancia y adolescencia lo pude ver unas 10 veces por cortos periodos, la relación siempre ha sido muy fuerte.
Él no me lo dijo, pero aunque tenía mil responsabilidades, ofreció recibirme, y sin pensarlo le dije que sí.
Yo nunca había venido a México y solo conocía del país las imágenes del Ángel de la Independencia por las novelas. Sabía de El Chavo, que comían tacos y que de aquí surgió el Mariachi. Hasta pena ajena me da decir esto, pero es la verdad. Conocía poco del país, pero yo estaba desesperada, con racionamientos de agua y luz constantes, sin papel ni toallas sanitarias, sin pollo ni harina Pan, sin un sueldo que me alcanzara para nada…
Es ahí cuando mi hermana me regala el boleto de avión. Me iría el 8 de febrero de 2016. Ya era un hecho, ya el “daño” estaba hecho, sin vuelta atrás y por delante con una de las muchas difíciles decisiones que tenía que tomar en menos de un mes: renunciar a mi amado trabajo.
Doloroso fue hacerlo, decirles a mis amigos, ver la cara de mis dos jefas. Duro, increíblemente, y luego recoger las cosas…
Cuando ocurrió la magia
En una caja empezaba a meter lo poco que me quedaba en el escritorio, ya que clandestinamente llevaba dos semanas llevándome cosas para evitar una salida más dramática, hasta que llegó el momento de ver qué onda con la caja de arena porque, evidentemente, ella debía permanecer en esas oficinas y convertirse en el amuleto de salida del caos para otro compañero.
Mientras revolvía su contenido, salió a relucir ese llavero, esa imagen de la Guadalupe rodeada de un metal dorado que había olvidado por completo que tenía, y entonces, la impresión me envolvió: ¡Me voy a México!
…a México, un país que nunca consideré, que no conocía. México se instauró en mi destino desde que puse el llavero en esa caja de arena…Pero, a ver, no quiero hacerles pensar que creo que la arena era mágica por sí sola, ni mucho menos que fue obra de la virgen, aunque respeto que algunos así lo crean.
El punto de este texto es hacerte ver que la magia la llevamos dentro de nosotros mismos, en la cabeza, cuando nos proyectamos de manera consciente o inconsciente…
Aunque a esa caja no le tenía mucha fe, en el fondo deseaba tanto que fueran unos granos más para aportar a un médano de deseos por salir de Venezuela. Todos los días la miraba y pensaba que me iría, sin destino definido.
Y fue precisamente eso, pensarlo a diario, proyectarlo, lo que finalmente me llevó a lograrlo. Así pues, entendí que todo es posible si tenemos las ganas, si nos mentalizamos y no desistimos a las ideas que puedan parecernos locas. Todo es posible si te atreves a soñarlo…
Por: Melissa Pérez-Segnini
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